Por Eduardo Febbro
Diario Página 12
Desde París
La frase, ya borrosa, “Yo no soy Charlie”, pintada sobre una pared de Grigny traza el territorio de la fractura social. “Aquí estamos aterrados, llenos de tristeza, solidarios con las víctimas del atentado contra Charlie Hebdo pero en total desacuerdo con las caricaturas y más aún con ciertas falsedades que se escriben en la prensa”, dice Mustafá, un joven habitante de esta zona suburbana de París que se ha convertido en el blanco de retratos abusivos y desacertados publicados en la prensa porque aquí, en el barrio de la Grande Borne, junto a sus padres oriundos de Mali y sus nueve hermanas, creció Amedy Coulibaly, el cómplice de los hermanos Kouachi que asesinó a cuatro personas en un supermercado judío del este de París y a una mujer de la Policía Municipal. Entre ser Charlie y no serlo, dos mundos en cuyos intersticios caben un montón de fantasmas. Hastiados de las mentiras y las aproximaciones, unos 30 jóvenes de estos barrios, donde muchos crecieron en las mismas condiciones que los hermanos Kouachi o Amedy Coulibaly, publicaron un video en YouTube donde se defienden. Agrupados en la asociación Jóvenes Reporteros ciudadanos de Grigny, los jóvenes explican: “Rehusamos la amalgama que dice: ‘jóvenes, negros, árabes, musulmanes igual a terroristas, a antisemitas, a delincuentes incultos, a antirrepublicanos y antifranceses’”. El video abarca todo el abanico con el cual, a menudo, estos jóvenes son vistos por una parte de la sociedad: “Terroristas en potencia”, “franceses de segunda categoría”, “malas hierbas”, “vagos”. La Francia multicultural tiene un rostro muy distinto de la imagen escabrosa que los atentados del 7 de enero pudieron insinuar. Es una Francia bella, joven, musical, potente y marginada. En uno de sus editoriales, el matutino Libération escribe: “Si no lo habíamos entendido hasta ahora, está claro que en adelante una buena cantidad de franceses, a menudo en los suburbios, está en disidencia moral y social en su propio país”.
Esa disidencia se siente en la piel, sobre todo ahora que decenas de periodistas venidos del mundo entero aterrizaron aquí y “nos trataron como si fuéramos un zoológico”, asegura, molesto y desconfiado, un maliense de la Grande Borne. Los vecinos están horrorizados, sean o no sean Charlie. “La discriminación no nos volvió inhumanos”, asegura Mourad, un joven del barrio de Amedy Coulibaly. Como muchos otros habitantes de este barrio, Mourad no fue a la gran manifestación del domingo 11 de enero. No es lo que se puede decir un “Yo no soy Charlie”. Su rechazo a la violencia es proporcional a la ofensa que siente ante las caricaturas del semanario. “El profeta es sagrado, ese humor no entra en los valores de los musulmanes. Hubiese ido a manifestar, pero siendo solidario con las víctimas habría sido también, de alguna manera, como una forma de aprobar el sentido de esas caricaturas. No podía.” Las palabras se mueven aquí en un delgado pasadizo de sentidos. Ser francés y no ser tratado como tal. Ser musulmán en una de las grandes culturas de Occidente. Grigny está en el departamento de L’Essone, el número 91. En los departamentos contiguos, 92 –Hauts-de-Seine–, 93 –Seine-Saint-Denis–, o 94 –Val-de Marne– durante los días posteriores a los atentados y al de la manifestación se vivieron escenas similares. La gente se juntaba en los barrios sin sumarse al gran movimiento de unión nacional. La discriminación deja huellas profundas que poco tienen que ver con los principios religiosos. “De nada sirve que Mammadou o Abdallá tengan un bachillerato y cinco años de estudios universitarios si después no pueden encontrar trabajo porque tienen un nombre árabe”, explica Nordine Iznasni, consejero municipal de la localidad de Nanterre (departamento Hauts-de-Seine) y figura histórica de las marchas por la igualdad de los años ’80. Mohamed Mechmach, copresidente de la coordinadora Pas Sans Nous (No sin nosotros) es también un emblema de la lucha por la igualdad en los barrios populares. “Sólo pedimos una cosa: que se nos considere plenamente como franceses, y no como franceses aparte”, exige. Su lectura de los atentados es amplia, dolorosa, entre la lucidez, el temor y la esperanza. “Al matar a Charlie Hebdo también nos mataron a nosotros”, explica. Se trata, ahora, de salir de la trampa que los hermanos Kouachi y Amedy Coulibaly le tendieron a todo el mundo. Como arenas movedizas, como esas miradas esquivas de Grigny y ese temor a hablar sin sentirse desigual. “Uno puede llamarse Pierre, Mohamed o Daniel, los habitantes de los barrios populares son las primeras víctimas de lo que ocurrió. Llamarse Mohamed y vivir en un suburbio era complicado, ahora lo va a ser todavía más. Pero los suburbios no son un depósito de culpables, son lugares de solidaridad con las familias de las víctimas. Los suburbios son una parte de la solución. Nos hace falta un debate de fondo para restaurar la justicia social”, asegura Mohamed Mechmach.
Esa pulsión colectiva, ese deseo de volver a empezar de nuevo, esa sensación de que de este drama que sobrecogió al mundo algo nuevo va a salir, se incrustó en el clima como una canción de cuna. La prensa de este fin de semana testimonia ese clamor, a menudo con títulos que se repiten. “Siete días que cambiaron a Francia”, escribe el diario Le Monde en su primera plana. “Los 5 días que nos cambiaron”, anota Le Parisien mientras que Libération titula: “A los actos ciudadanos”. Bajo este titular, el matutino francés ofrece a sus lectores “5 pistas para una renovación republicana”. El mismo presidente francés, François Hollande, llama al país a “un sobresalto nacional”. Son, por ahora, tiempos de refundación, de solidaridad, de recuperación de ese espacio imaginario y colectivo de identificación. Pero también están los excluidos y las consecuencias sociales, culturales y económicas de la exclusión. Hay dos países en uno y la reconexión es un trabajo mutuo. Nordine Iznasni es consciente de que ese clima de desconfianza entre los excluidos no desaparecerá con una gran manifestación: “La tentación del repliegue sobre sí mismo es fuerte, tanto más cuanto que mucha gente se siente rechazada y lleva cierto tiempo escuchando insultos contra los musulmanes. El entorno se vuelve un enemigo y así nace la cultura de encerrarse en sí mismo”. De esa exclusión se nutre la Jihad. En esos barrios desconectados y al desamparo deambulan los promotores de la guerra. Aunque se reivindican de movimientos jihadistas adversos, Al Qaida en la Península Arábiga (AQPA) para los hermanos Kouachi y el Estado Islámico para Amedy Coulibaly, sus trayectorias son idénticas, guiadas por las mismas fracturas sociales que caracterizan lo que la prensa llama “la Jihad francesa”: la pobreza, la dificultosa integración escolar, las trabas para acceder al mercado del trabajo, la pequeña delincuencia, la cárcel, la deriva social y una voz oportunista, la de cierto Islam sunnita, que captó su atención en un punto de ruptura del destino. Una palabra siempre vuelve como una piedra filosofal para explicar el fenómeno: la integración. El sociólogo y politólogo Tarik Yildiz, especialista de la integración social y el Islam, destaca que esos “jóvenes radicalizados son la cima más visible de la crisis de integración”. Frente a ellos, también, otra cima: el repetido espectáculo de las injusticias coloniales modernas: la guerra de Irak, el conflicto israelí-palestino, la guerra en Siria, la cruzada mundial contra el Islam que los neoconservadores norteamericanos incrustaron en la agenda política y que tarda en diluirse. “Somos una identidad castigada por las bombas de Occidente y en perpetua relegación”, dice, de forma provocativa, Ahmed, un joven de 19 años de uno de los suburbios con peor fama de Francia: la Cité des 4000, en la localidad de la Courneuve (Seine-Saint-Denis). Gilles Kepel, el gran especialista francés del Islam, ahonda esa idea según la cual la fractura social es el mejor territorio de los radicales: “Cuando se produce una ruptura con los valores de la República francesa ahí hay un terreno muy fértil para el Islam radical”. La “ruptura” no es solamente con los valores, sino, también, con los medios. “Mire a su alrededor, cruce el boulevard periférico que divide París de las afueras, dé una vuelta por esas grandes ciudades dormitorio construidas en los años ’60, ’70 y todo se explica más rápido”, dicen los Jóvenes Reporteros ciudadanos de Grigny. Se explica en una sucesión de imágenes contrastadas: esta no es la Francia de París, sino una orbe distinta dentro de otra. El Estado ha activado medios para desactivar esa tentación salafista que se difunde en ciertos barrios populares. La Maison de la Prévention et de la Famille tiene una brigada especial compuesta por juristas, psicólogos, educadores, criminólogos y victiminólogos que atiende a los jóvenes seducidos por la Jihad. La tarea es polifónica, de una complejidad social inmensa. Exclusión, redes sociales, cárceles superpobladas, cultura tradicional y modernidad, dos religiones diferentes, guerras y fracturas que se prolongan, que se vuelven zonas de existencia complicada, los atentados perpetrados por los hermanos Kouachi y Amedy Coulibaly desmontaron con el horror un escenario fallido. La sabiduría colectiva y los valores de una República se superpusieron por ahora a los enconos comunitarios. Parieron un eco, un eco que circula en estos suburbios y se mezcla con insistencia a la defensa de la libertad: “¿Cuánto durará esa conciencia de que hay que volver a empezarlo todo de nuevo? ¿Cuánto tiempo más estará presente y adónde nos llevará? Para Moussa Boudour, un educador social de Mantes-la-Jolie que usa el deporte como “objeto de diálogo, inserción y transición”, una vez que pase la gran emoción sólo una deuda quedará pendiente: “En realidad, ser Charlie o no ser Charlie es, a esta altura, anecdótico. Lo único que cuenta es cómo vamos a ser franceses, todos por igual”.