La hipertensión arterial es una enfermedad silenciosa, que pasa desapercibida por años, sin un solo síntoma, hasta que realmente se manifiesta. También puede ser detectada, pero un mal tratamiento lleva al mismo lugar que su desconocimiento: daños terribles en el corazón, cerebro, riñones, ojos y en los vasos sanguíneos. Una muerte lenta o repentina. Ella elige y no da posibilidad a respuesta.
Ramón Carrillo fue el “Gran Sanitarista Argentino”. Médico de excelencia que desde su Santiago del Estero natal llegó al poder con una sola misión: que la salud se acercase a los más pobres. Esos que muchas veces son olvidados.
Ramón Carillo, quizás por una paradoja del destino, tan caprichoso a veces, sufría hipertensión severa con manifestaciones encefalopáticas, es decir, fuertes, fortísimos dolores de cabeza. Y nunca se la trató correctamente. Siempre estuvo el otro por sobre el mismo.
El calor exorbitante de Belem do Pará, al norte de Brasil, sitio en donde debió exiliarse tras que la Revolución Libertadora tomara el poder, no ayudaba en su diagnóstico; lo empeoraba.
Murió pobre, enfermo y lejos de su Argentina, el 20 de diciembre de 1956, sin los cuidados médicos que él mismo le había dado a miles de personas. Y a los 50 años.
Tal vez, ese final no se hubiera precipitado si Carrillo no hubiera hecho nada de lo que hizo a lo largo de su vida. Pero esa no era su esencia.
Para entender este desenlace es necesario comenzar desde el 7 de marzo de 1906, fecha en la que Carrillo nació en la ciudad de Santiago del Estero, capital de la provincia homónima. Fue el primero de los once hijos de don Ramón Carrillo y doña María Salomé Gómez Carrillo.
En el Colegio se destacó: rindió quintó y sexto grado libres de la Escuela Normal Manuel Belgrano, lo que le permitió ingresar al Colegio Nacional de Santiago del Estero con apenas 12 años. Su experiencia educacional siguió en Buenos Aires: de manera excepcional se recibió de Médico en la Universidad de Buenos Aires en 1929. Le dieron la medalla de Oro al mejor alumno de su promoción.
Ya con el título se especializó en neurología y la neurocirugía, y gracias, nuevamente a su pericia, logró una beca para perfeccionarse en Europa.
Al volver al país, Carrillo tenía dos caminos: colgar los títulos, honores y medallas en un lujoso consultorio en Recoleta, en donde irían a visitarlo las elites de Buenos Aires, o dedicarse al otro desinteresadamente. Su decisión es cosa juzgada.
En plena Década Infame recala en Buenos Aires. Hace amistad con personajes de la talla de Homero Manzi, Arturo Jauretche, Raúl Scalabrini Ortiz, Armando Discépolo y Enrique Santos Discépolo. Esas amistades, más la necesidad de contribuir a una sociedad más justa, hacen que Carrillo dejase de lado la idea de instalarse tras un escritorio para recibir con una sonrisa a las señoras paquetas con perfumes franceses y tapados de piel, para atender a los más necesitados, aquellos que no tienen monedas en los bolsillos y la salud se les escurre como arena de las manos.
En 1937 aparece ese mal del que ya se ha hablado. Tras una grave enfermedad, le queda una secuela que lo acompañará desde ese momento hasta el calor y la soledad de Belem do Pará: la hipertensión.
Hacia 1939 se hizo cargo del Servicio de Neurología y Neurocirugía del Hospital Militar Central en Buenos Aires. Este fue el trabajo que el abrió los ojos. Allí recibía a los jóvenes soldados, que por el azar de un sorteo, debían hacer el servicio militar. En sus historias clínicas Carrillo pudo observar una verdad que saltaba a la vista para quien la quisiese ver: en todos aquellos que llegaban de las provincias más postergadas había prevalencia de enfermedades vinculadas con la pobreza. Un dato real, tan fáctico como crudo y descorazonado: miles de argentinos se morían por el simple hecho de ser pobres.
Esa llama que se prendió en “El médico del Pueblo” lo llevó a realizar estudios estadísticos que determinaron que el país sólo contaba con el 45% de las camas necesarias, además distribuidas de manera desigual, con regiones que contaban con 0,001% de camas por mil habitantes. Una desigualdad que le dolió en lo más profundo de su corazón, que aún no comenzaba a sentir los estragos de la hipertensión, pero si los de la discrepancia.
Por entonces, Argentina vivía convulsionada. Corría el año 1943 cuando el gobierno de Ramón Castillo era derrocado por militares encabezados por Arturo Rawson y Pedro Pablo Ramírez, entre otros.
En octubre de ese año, aparece en la vida política uno de los personajes más importantes de la Argentina: es nombrado como Jefe del Departamento Nacional de Trabajo Juan Domingo Perón.
Cuenta la historia que cierto día Perón se encontraba en el Hospital Militar cuando se cruzó con Carrillo: “Doctor, usted tiene fama de gran planificador y de gran administrador. Yo necesito algo así porque tengo un proyecto de país distinto al actual”, le dijo para luego quejarse: “Cómo puede ser que en Argentina tengamos un Ministerio de Ganadería para cuidar a las vacas y no un Ministerio para cuidar a las personas". Así comenzaba una historia que cambiaría –definitivamente- el panorama sanitario del país.
Desde ese momento y hasta que Perón llegó a la Presidencia, en 1946, Carrillo se abocó a un trabajo sin precedentes: crear la cartera sanitaria de la Argentina, pero que se enfoque a todo el país, dejando de lado el egoísmo capitalino para poder llegar hasta el interior bien profundo, allí donde los niños se morían por tuberculosis sin tener al menos una posibilidad de salvación.
“Señor Presidente, este es el futuro Departamento de Salud Pública de la Nación”. Una oración corta, pero con un gran significado. Eso fue lo que le dijo el “Gran Sanitarista Argentino” a Perón cuando le entregó una caja con más de 4 mil hojas en dónde se detallaba todo el plan analítico para gestionar la salud en Argentina. Algo impensado por aquel entonces. Perón no dudó: lo nombró Ministro.
“Todos los hombres tienen igual derecho a la vida y a la salud”. Con esas palabras Carrillo acompañó sus ocho años al mando de un Ministerio que logró empoderar a los excluidos y olvidados.
Su planificación fue exacta y brillante; como ejemplo se podría decir que proponía la construcción de pequeños hospitales de 30 camas, pero rodeados de grandes espacios verdes. Esto debido a que si la población creciese, se podría construir otro idéntico en espejo, con otras 30 camas, también en planta baja, de manera tal que no se necesitaría electricidad para movilizar a los enfermos de un piso a otro. Así era Carrillo. Estudioso y meticuloso hasta el último detalle. “Un hospital mal construido siempre será un hospital mal administrado”, solía decir Perón. Y eso Carrillo lo tenía muy claro.
Su fuerza fue tal que, durante el Primer Plan Quinquenal llegaron a construirse 230 nosocomios, una cifra que hoy en día resultaría imposible. Al final de su gestión llegaron a casi 500. Cada uno de estos edificios se habían emplazados en muchas zonas totalmente anegadas y lejanas a los grandes centros urbanos. Los camiones transportaban los materiales desde la Capital hasta cada obrador, y hasta que la construcción no se concluyera, el andar era constante.
Carrillo, se sabe, no era de quedarse tras un escritorio. La acción en el campo siempre fue su amante. Tal es así que durante el brote de peste bubónica en el año 46 en la zona de Palermo, el mismo fue quien adoptó una posición absolutamente activa, participando de la campaña y atendiendo enfermos como uno más.
También Carrillo fue el responsable de lo que fue un símbolo de su gestión: el Tren Sanitario. El convoy recorrería la geografía del país dotado de instrumental médico de última tecnología para atender a niños y adultos que, tal vez, jamás habían visto siquiera un termómetro en su vida. Podrá sonar exagerada la metáfora, pero es necesario entender que muchas provincias argentinas aún no tenían (como no lo tienen hoy en día) un sistema de salud fuerte, con capacidad de llegar a cada uno de los individuos que habitaban en ella.
Otro de sus hitos fue, paradójicamente, una orden. Quien la recibió fue el Doctor Arturo Pimentel; el pedido fue claro y conciso: “Tuvimos que viajar a la Patagonia para vacunar a todo el mundo y así eliminar la difteria y la viruela”, recuerda. No solo eso, sino que Argentina se transformó en el primer país del planeta en eliminar el paludismo endémico de su territorio.
Además, Carrillo inauguró el laboratorio EMESTA –de los más importantes de Latinoamérica por ese entonces- para fabricar medicación que luego sería entregada de manera gratuita para quien la requiriese.
El desarrollo de la medicina preventiva, la organización hospitalaria, la “centralización normativa y descentralización ejecutiva” fueron los pilares básicos de su acción, imbuidos de una concepción profundamente solidaria y de justicia social. A partir de ellos erigió la más revolucionara gestión que haya existido a cargo del Ministerio de Salud.
Pero la noche, larga y oscura, llegó para Carrillo, al igual que para la Argentina. La Revolución Libertadora le hace un Golpe de Estado a Perón, derrocándolo y tomando el poder. Carrillo es acusado de “ladrón”. El Ministerio de Salud Pública es íntegramente desmantelado, la obra del “Gran Sanitarista Argentino”, destruida.
Así, debe huir al Brasil, al norte, a Belem do Pará, donde el calor y la lluvia eran el paisaje diario en el cual la familia debía comenzar una nueva vida. En este nuevo lugar, su vocación por ayudar a los demás no se detiene. Ya muy afectado por su –a esa altura- mortal mal, Carrillo atiende a personas con problemas neurológicos totalmente gratis, siendo así el primero en hacerlo en esta especialidad en ese poblado.
En Argentina, las noticias no eran las mejores. La Dictadura saqueó sus bienes, buscó destruir sus libros y material. Algo que para Carrillo, según sus palabras era “como un tiro” en la cabeza.
Esto precipitó su final: absolutamente enfermo, mancillado por una hipertensión severa, destructiva, letal y traicionera, murió de la mano de su esposa y acompañado por sus cuatro hijos, el 20 de diciembre de 1956.
Su último y único deseo era descansar en Santiago del Estero, donde hacía cincuenta años esta historia había comenzado. La ignorancia y el odio de la dictadura y la clase política argentina interrumpieron ese homenaje por más de 16 años, hasta que el 20 de diciembre de 1972, en el Aeroparque de la Ciudad de Buenos Aires, sus restos aterrizaron en suelo argentino. Fueron recibidos por un gran amigo suyo: Arturo Jauretche.
“Si yo desaparezco, queda mi obra y queda la verdad sobre mi gigantesco esfuerzo donde dejé mi vida”. Ramón Carrillo.