Por Aldo Ferrer *
Más allá del repudio de la barbarie, el reciente ataque terrorista en París obliga a reflexionar sobre el contexto y las causas de estos hechos. Sumariamente, cabe recordar que la ola terrorista tiene su origen y principal escenario en el mundo islámico de Medio Oriente y Asia. La misma expresa el fundamentalismo religioso y el conflicto hacia el interior de la propia fe, agravados por las rivalidades nacionales, los reiterados fracasos de la intervención de las grandes potencias y las disputas por el dominio de los recursos naturales, principalmente el petróleo.
No es casual que, al mismo tiempo, prevalezcan, en esos países, condiciones extremas de subdesarrollo y pobreza, escenario de la desesperanza de una realidad agobiante. Sin alternativas ni futuro, surgen el caldo de cultivo de la violencia y las soluciones mesiánicas. Naturalmente, son jóvenes los que forman los principales cuadros operativos del terrorismo en los países de origen y quienes se solidarizan con su causa en el resto del mundo. Es previsible que mientras subsistan las condiciones actuales continuará la violencia que, en un orden mundial globalizado, es también global, como acaba de confirmarlo el ataque en París. En definitiva, la pobreza extrema y la ausencia de oportunidades de mejora social, educación y calidad de vida constituyen el factor fundamental que impulsa el terrorismo e impide resolver, por la vía de la negociación y la paz, los conflictos en el interior del mundo islámico y la proyección del drama al resto del mundo. El problema se proyecta a países democráticos, como Francia, en los cuales existen etnias y credos diversos, cuya convivencia creativa y en paz es amenazada por eventuales reacciones xenófobas.
En los países islámicos agobiados por los conflictos y el terrorismo no habrá respuestas eficaces y duraderas sin desarrollo, sin generación de empleo, educación y oportunidades. Estas son, asimismo, las condiciones necesarias para la estabilidad institucional y la solución pacífica de los conflictos.
La experiencia contemporánea de los países emergentes de Asia demuestra la posibilidad de la transformación de las condiciones económicas y la mejora de los niveles de vida de centenares de millones de seres humanos cuando se ponen en marcha los procesos de gestión del conocimiento, industrialización e inclusión social. Es decir, cuando se consolida la densidad nacional, despliegan políticas eficaces de desarrollo y se respeta la integridad territorial y la soberanía de los países. Imaginemos cómo sería hoy el mundo si China y Asia emergente estuvieran todavía agobiados por el atraso, la miseria y el sometimiento. Probablemente un infierno mucho peor que la realidad actual.
Desgraciadamente, el orden económico mundial va, precisamente, en sentido contrario a lo necesario para erradicar el terrorismo y consolidar la paz. Va hacia el aumento de la desigualdad dentro de los países y, entre ellos, a la concentración de la riqueza en pocas manos, a los desequilibrios macroeconómicos generados por la especulación financiera y las políticas neoliberales que prevalecen en la Unión Europea y en la mayor parte de las economías avanzadas del Atlántico Norte. La ausencia, prácticamente absoluta, de cooperación internacional efectiva para resolver el problema de la desigualdad a escala global anticipa un panorama sombrío para el futuro de este siglo. Solo el ejercicio de la fuerza es incapaz de afianzar la paz y el orden del mundo global.
El reciente libro de Thomas Piketty, sobre El capital en el siglo XXI **, proporciona valiosa información en la materia. Relacionando el capital privado y el ingreso nacional como indicador relevante de la desigualdad, encuentra que, a principios del siglo XX, aquél representaba siete veces el ingreso nacional del conjunto de las economías analizadas. Era el nivel de concentración de riqueza más alto hasta entonces, situación consistente con la agitación y los conflictos sociales prevalecientes en Europa y el resto del mundo de la época. No es probablemente casual que surgiera, en ese escenario de inequidad, la violencia anarquista, tan alarmante entonces como el terrorismo en la actualidad.
Piketty concluye que, entre las dos guerras mundiales del siglo XX, la relación entre el capital privado y el ingreso descendió a tres veces. Esta reducción sustantiva de la desigualdad culminó en los “treinta años dorados” posteriores a 1945, con un crecimiento acelerado, el pleno empleo y la equidad ampliada por el Estado de Bienestar. Desde entonces, volvió a instalarse el aumento de la concentración de la riqueza. Actualmente, la relación capital privado/ingreso es de seis veces y se aproxima a los niveles extremos de desigualdad de principios del siglo XX. La tendencia es confirmada por otros indicadores sobre la distribución del ingreso (como el Indice Gini) y la riqueza, entre grupos sociales y países.
Sin caer en simplificaciones, es imposible no preguntarse si, como en la época de la violencia anarquista, la creciente desigualdad en la actualidad no tendrá algo que ver con el terrorismo contemporáneo. Probablemente sí, porque genera el caldo de cultivo para las expresiones violentas de los sectarismos religiosos y los conflictos políticos en Medio Oriente y otras latitudes.
La situación actual es mucho más grave que hace un siglo. En aquel entonces, las evidencias de la desigualdad y sus consecuencias tenían lugar en el interior de cada país. Cada uno sabía cómo vivía el vecino pero no qué pasaba en el resto del mundo. En cierto sentido, la desigualdad y la violencia anarquistas eran, entonces, un asunto “nacional”. En un mundo globalizado, es una cuestión planetaria. La abismal diferencia en los niveles de vida, entre el despilfarro de una minoría y las miserias de la mayoría, se proyecta a nivel global, contagia el comportamiento social, radicaliza la protesta y fomenta el terrorismo, cuyas causas manifiestas pueden descansar en otros factores (como el fundamentalismo religioso) pero se amplifican por la desigualdad.
* Ex embajador argentino en Francia.