Por Armando Poratti
5 de septiembre del 2011
La muerte es el acontecimiento último e inexorable que arroja a los seres humanos a la ausencia definitiva. Pero no a la no existencia, a la disolución en el olvido y la nada, como si nunca hubieran sido
La muerte es la presencia de la ausencia. Todo muerto, hasta el miserable anónimo que muere en la calle despojado de cualquier afecto, es una ausencia que sigue convocando a los vivos. Un muerto es una ausencia que tiene una forma concreta, visible y palpable; la ausencia de la presencia es a su vez una presencia en la forma más inmediata, una presencia física: es el cadáver.
Un cadáver nunca es ni puede ser una cosa. A veces, en los velorios, escuchamos a algún señor opinar con suficiencia sobre la inutilidad de una ceremonia alrededor de algo que no significa nada. No cabe mayor tontería.
El cadáver es el nexo entre la ausencia del muerto y los vivos, la referencia piadosa que permite recuperar y transfigurar esa ausencia en un nuevo elemento de la vida. La psicología conoce la necesidad de los rituales para el proceso de duelo, que, aun en circunstancias en sí mismas no dramáticas, como la muerte en el extranjero, no puede completarse hasta no volver a estar en contacto con el cuerpo. Somos humanos porque tenemos consciencia de la muerte, y la condición humana se inaugura con el culto de los muertos.
En la compleja figura alegórica con que encabeza su Ciencia Nueva, Giambattista Vico incluye una urna funeraria, y la explica relacionando el verbo humare, “enterrar”, con humanitas, “humanidad”.
La antropología contemporánea confirma la intuición del filósofo napolitano, y los arqueólogos de la más remota prehistoria consideran cualquier indicio de respeto por los cadáveres como la primera señal indubitable de que se encuentran ante restos específicamente humanos.
Por eso la desaparición deliberada de un cadáver es uno de los actos más poderosos de desorganización de la vida. No basta con matar: hay que desaparecer, y los sobrevivientes quedan en esa desorientación entre la muerte y la vida, el duelo, el miedo y la esperanza irracional que los hace máximamente vulnerables y temerosos. Lo averiguaron los genocidas en Argelia y Vietnam, y sus discípulos argentinos perfeccionaron el método hasta el paroxismo.
La sustracción del cadáver de Evita fue uno de los actos más aberrantes de la dictadura cívico-militar de 1955, y el cuerpo inició un periplo alucinante que superó la imaginación más fertil.
La inconcebible morbosidad de algunos episodios delata la degradación humana y moral de sus ejecutores.
El último que supo de Evita fue el pueblo, que, increíblemente, husmeaba su presencia y dejaba velas encendidas donde se estacionaba el vehículo en que estuvo mientras fue un cadáver ambulante por el territorio. Después, se perdió completamente el rastro y Evita ingresó del todo en la desaparición.
Evita fue nuestra Primera Desaparecida. Durante años y años ignoramos su destino, y aun si su cuerpo seguía existiendo. Pero su desaparición aullaba. El pueblo callaba mientras alguna buena gente monstruosa se complacía en imaginar los procedimientos. La desaparición del cadáver la instala como presencia de la pura ausencia, de la ausencia potenciada y no resuelta, siempre abierta contra natura.
Ese vacío llegó a cristalizar por entonces en una o dos obras literarias excepcionales (las que se escribieron después son otra cosa). La ausencia de Evita se convierte en el destino histórico de la Argentina.
Es que con el bombardeo de Buenos Aires había comenzado a germinar lo que en otro lugar hemos llamado el Antiproyecto, el proyecto de sumisión incondicional a las potencias globales, que no fue meramente un proyecto de dependencia, sino de desorganización total de la vida nacional para impedir cualquier ejercicio de voluntad autónoma.
El antiproyecto debía cegar la posibilidad misma de proyectar, para culminar en el colapso histórico de la patria. El antiproyecto se instaló definitivamente en 1976, e instaló la desaparición a gran escala. A la etapa del terrorismo de estado siguió la del terrorismo económico, que trajo otra clase de desaparecidos, los que cayeron en la desocupación y la marginalidad, expulsados del pacto social y condenados al presente sin horizonte del delito y la droga. El antiproycto estuvo a un paso de consumarse, cuando en el 2001 / 2002 la Argentina se vio al borde de la disolución nacional.
Junto a la conciencia de la muerte, la otra marca humana definitoria es la relación mediada con la naturaleza, el trabajo.
Hemos sostenido que el enemigo del antiproyecto, lo que venía a destruir, no fueron ni la “subversión” primero, ni tal o cual institución o ideología o sistema político, etc., sino el trabajo.
El sujeto del antiproyecto, que pudo haber tenido rostros más o menos concretos (potencias coloniales, imperialismos), hacia los años 70 tomó la configuración esencial del capital financiero, pronto globalizado.
La especulación (de especulare, jugar con los espejos) proyecta un mundo de reflejos (monetarismo, construcciones mediáticas, consumo de evasión, drogadicción generalizada), y su enemigo natural es la relación humana con la realidad, el trabajo.
La esencia humana es redefinida, y el hombre como trabajador y mortal se reconvierte en las figuras del Consumidor y el Desocupado.
Al suprimirse el trabajo se suprime también la consciencia de la muerte, que se disuelve en la alucinación del consumo o desaparece en la absoluta inmediatez de la muerte en la marginalidad. No es casual que la actual civilización planetaria haya puesto a la muerte en lugar del sexo en el lugar de lo obsceno.
Desde aquí, vale la pena relevar algunas circunstancias del destino de Evita. Ella pidió que su lugar de descanso fuera la CGT, el hogar de los trabajadores, a cuyo lado había acompañado y quería seguir acompañando al General, el Primer Trabajador.
Un vínculo esencial une los destinos simbólicos del Primer Trabajador y la Primera Desaparecida. Cuando el cuerpo de Evita es devuelto al General Perón, de lo cual se cumple ahora este aniversario, la correlación de fuerzas entre el antiproyecto que pugnaba por imponerse y el movimiento nacional parecía inclinarse por fin a favor de éste.
No fue así, por múltiples causas, y vinieron décadas devastadoras. Después de tanta destrucción, la reaparición definitiva de Evita, no decidida por las negociaciones de algún dictador sino por la voluntad histórica de la Nación, se produce y vuelve a producirse cada vez que se recupera y se crea un puesto de trabajo. Y ésta sí es una verdadera “aparición con vida”.
Fuente: http://www.alsurinforma.com/05/09/2011/aparicion-con-vida/