Por Mario Casalla
Susana Enríquez entró al colegio enfurecida y no dudó un instante: fue a la dirección y molió a reglazos al docente Ricardo Fusco. Cuando éste cayó al suelo, completó a patadas su eficaz tarea de demolición, ayudada en este caso por su hijo de quince años, alumno de la institución (sucedió en Pergamino, provincia de Buenos Aires, en 2005). Siete años después el profesor Fusco sigue sin poder reintegrarse a sus tareas y la “mamá leona” (como ella misma orgullosamente se denomina) está presa y condenada a cuatro años, por un fallo que acaba de conocerse hace unos pocos días (ya apelado por su abogado defensor, claro). Lo consideran el primer fallo de este tipo (por “lesiones graves” a un docente) y la Fiscal había pedido aún más: una condena de nueve años. Por supuesto que no es el único caso de violencia directa de padres contra maestros y ahora mismo está con custodia policial otra escuela en la localidad de Quilmes (Gran Buenos Aires) porque su directora, Sandra Mechoso, está amenazada de muerte por la madre de un ex alumno, que además ya le pegó a la vicedirectora, a la cocinera y a una auxiliar. Usted seguramente, amigo lector, conocerá otros casos allí donde vive. Hasta ahora eran los chicos quiénes se peleaban entre sí, o contra sus profesores (también a veces entre docentes y directivos), pero ahora han entrado en escena las “mamás leonas” y esto ya habla de otras cosas mucho más profundas.
QUE DICEN ESOS RUGIDOS
La ecuación se ha invertido: antes los maestros teníamos cierto temor de citar a padres al colegio, por el temor de la posterior severidad de estos para con sus hijos. Ahora las cosas se han invertido: los padres comenzaron lentamente a desertar de su compromiso con la institución escolar (ocupados en otras cosas, dejaron de responder a esas citaciones) y entonces fueron haciendo lentamente su entrada en escena estas “mamás leona”, que ya no van ni a retar al hijo, ni a escuchar al maestro, sino directamente a pegarles o a discutirles todo o casi todo, cuando consideran que han sido injustos con sus cachorros. Por supuesto que no todas las madres son así y que se trata de casos puntuales, pero ya son muchos y conviene atender entonces qué cosa está hablando a través de esos gestos extremos. Veamos el discurso que –ya detenida- esgrimió ante la prensa mamá Susana que demolió al profesor Ricardo. Reconoce la furia (“fue un flash”, dice), pero de inmediato la justifica: “No me siento culpable porque estoy a favor de mi hijo como cualquier mamá. Si a mí me atacan yo ataco. Me sale la mamá leona, pero no soy tanto como dicen”. Además considera que, “No fue para que (el Director) hiciera tanto lío, que moviera tanto a la Argentina como la movió”. Y remata: “¿Por qué le voy a pedir perdón?…No me siento culpable porque estoy a favor de mi hijo”. Una alumna testigo dice que –por suerte- la mamá paró al final a su leoncito, porque en el suelo iba a matar a patadas al profesor. Claro que ya había hecho la tarea principal, enervar a la madre y guiarla hasta su blanco. Por cierto todo esto en un nivel que –para abreviar- podríamos denominar profundo (o inconsciente), pero esta vez a la leona se le soltó la cadena, como suele decirse.
EL MALESTAR EN LA CULTURA
Si bajamos a esa profundidad antropológica, advertiremos un síntoma que recorre la cultura contemporánea: una seria dificultad para acatar la Ley, no sólo la jurídica sino –fundamentalmente- la cultural. Aquéllas máximas (no escritas, pero admitidas) que posibilitan la convivencia y que -a través de ciertas prohibiciones básicas- permite el ejercicio de las libertades. Por cierto que ellas provocan “malestar” (en tanto implican la postergación de esos “flash” a los que se refería doña Susana), pero por eso mismo postergan la muerte y edifican la vida. Freud describió muy bien este mecanismo en una obra suya tan recomendable como accesible, “El malestar de la cultura” (1930). Allí muestra que la Cultura es sólo posible por una compleja operación simbólica y social, mediante la cual el sujeto fue capaz de postergar sus pulsiones mortales (“sublimándolas” en trabajo, artes, educación, deporte, etc), a cambio de lo cual logró preservar la vida, el respeto, el alimento y el acceso al placer posible (¡pero no al goce perverso del Todo!). A veces falla y entonces las leonas y los leoncitos “se vuelven locos”. Lo que ocurre es que (cada vez más) hay una sociedad que promueve constantemente esa “falla” y (cada vez) menos acepta algún tipo de bordes. Y se equivocaría largamente quien festeje esta falla estructural como un aumento de la libertades; como también quién crea que sólo se trata de reprimir y aumentar el número de reglamentos. Si esa Ley (así, con mayúscula) se debilita o falla, lo demás es como intentar vaciar el mar con un balde. El problema es entonces primordialmente cultural (ético) y no sólo moral, aún cuando haya que trabajar en ambos terrenos. En la educación esa llaga está particularmente a flor de piel.
UN ARTE NOBLE Y DIFICIL
No hay institución que funcione sin Autoridad. Esta –si es tal y no un artificio burocrático o de nudo poder- es la que encarna esa Ley, la cuál es aceptada aunque provoque cierto “malestar”, porque posibilita la vida y la convivencia básica. Y esto atraviesa desde el individuo y la familia, hasta la escuela, la sociedad y sus instituciones. Es además el sentido positivo del término “autoridad”, recordemos que viene verbo “augere” que –antes que nada- significa “hacer crecer, desarrollar”. O sea que ser una autoridad no es –primariamente hablando- algo que tenga que ver con jinetas, jefaturas, fortunas o saberes, sino con la posibilidad de ocupar ese lugar de “lo común”, haciéndonos crecer a todos. En este sentido, toda autoridad es “política” (en tanto conduce su respectiva comunidad); así como el desvío o deterioro de ese sentido primario nos lleva al conocido “autoritarismo” (Foucault supo describir estos desvíos con toda precisión) . Ahora bien, si esta sociedad (capitalista avanzada) promueve el goce sin fin, al mismo tiempo que torna cada vez más ilusoria su satisfacción, es casi lógico que la autoridad se vuelva “líquida”. ¿Es de extrañar entonces que el deseo del hijo haya potenciado el de la madre y ambos la emprendieran a patadas contra quien mejor representaba esa Autoridad en la escuela (su Director)? Por supuesto que no. Entonces una vez más la sublimación (cultural) allí no funcionó: la queja del hijo se hizo deseo de madre y allá vamos! En el medio nadie hizo el “corte”, es decir el lugar del Padre estaba otra vez vacío. Declinación de una “función” (algo más amplio que el género o la biología) que está en la base de todo autoridad y cuya falta se llena ahora con renovados y brillantes objetos, que tapan pero no perdonan.